Comprendo que es una cita muy larga, está tomada de Al faro, de Virginia Woolf, pero no he podido resistirme a transcribirla entera. Expresa la indecisión, el miedo a la responsabilidad, la tentación de dudar de lo que hacemos, la incertidumbre... Hace pensar.
El nerviosismo provocado por la presencia del señor Ramsay le había hecho
equivocarse de pincel, y el caballete, clavado en el suelo con tanta agitación,
no tenía la orientación adecuada. Una vez que hubo rectificado todo aquello y
que, al hacerlo, dominó las cosas improcedentes e inoportunas que distraían su
atención y que le hacían acordarse de quién era y de las relaciones que tenía
con la gente, tomó posesión de su mano y alzó el pincel, que, por un momento,
permaneció temblando en el aire, en un éxtasis doloroso pero estimulante.
¿Dónde tenía que empezar? Esa era la cuestión; ¿en qué punto daría la primera
pincelada? Una línea trazada en el lienzo creaba innumerables riesgos,
provocaba decisiones no por inevitables menos irrevocables. Todo lo que parecía
simple en teoría, se convertía en complicado cuando se llevaba a la práctica;
de la misma manera que las olas, aunque simétricamente distribuidas cuando se
las ve desde lo alto del acantilado, están sin embargo separadas por profundos
golfos y crestas espumeantes para el nadador que se debate entre ellas. Hay que
correr el riesgo de todos modos; hay que dar la primera pincelada.
Con una curiosa sensación, sintiéndose empujada y retenida al mismo tiempo,
adelantó el pincel, con rapidez y decisión, hasta apoyarlo sobre la tela. Un
temblor marrón dejó sobre el lienzo blanco una señal en movimiento. Luego
repitió el gesto una segunda y tercera vez. Mediante pausas y temblores alcanzó
un ritmo de danza, como si las pausas fuesen una parte del ritmo y las
pinceladas otra, ambas relacionadas; de ese modo, por medio de pausas y de
pinceladas ligeras, rápidas, Lily cubrió el lienzo de nerviosas líneas marrones
en movimiento que, apenas trazadas, encerraban un espacio (cuya importancia
sentía crecer a cada momento). En el hueco de una ola veía la siguiente,
alzándose cada vez más alta por encima de la primera. Porque, ¿qué podía ser
más formidable que aquel espacio? Allí estaba de nuevo, pensó,
retrocediendo para mirarlo, apartada de las conversaciones intrascendentes,
apartada de la vida, separada de la gente y en presencia de su antiguo y
formidable enemigo personal: aquella otra cosa, aquella verdad, aquella
realidad, que de repente se apoderaba de ella, que surgía desnuda por detrás de
las apariencias y exigía su atención.
Lily se sentía dispuesta y reacia a medias. ¿Por qué tenía siempre que
quedarse sola y ser arrastrada? ¿Por qué no se la dejaba en paz, por qué
no dedicarse a hablar con el señor Carmichael en el jardín? Se mirara como se
mirase, se trataba de una relación agotadora. Otros objetos venerables se
contentaban con la veneración; hombres, mujeres, Dios mismo, todos permitían
que el fiel se postrara de rodillas; pero aquella realidad, aunque sólo se
tratara de la forma de una pantalla blanca por encima de una mesa de mimbre,
exigía un combate perpetuo, desafiaba a una confrontación de la que
inevitablemente se salía derrotado. Antes de cambiar la fluidez de la vida por
la concentración de la pintura, Lily pasaba siempre (no sabía si achacarlo a su
manera de ser o si era consecuencia de su condición de mujer) por unos
instantes de desnudez en los que parecía un alma non nata, un alma separada del
cuerpo, que se debatiera en alguna cumbre ventosa, expuesta sin protección al
azote de todas las dudas. ¿Por qué lo hacía entonces?
Contempló el lienzo levemente rayado por líneas en movimiento. Lo colgarían
en los dormitorios de los criados. O lo enrollarían y acabaría debajo de un
sofá. ¿Qué sentido tenía hacer aquello? Oyó una voz diciendo que no sabía
pintar, diciendo que era incapaz de crear, como si estuviera atrapada en una de
esas corrientes habituales que, al cabo de cierto tiempo, la experiencia forma
en la mente, de manera que las palabras se repiten sin saber ya quién las dijo
por vez primera.
No saben ni pintar ni escribir, murmuró monótonamente, meditando, inquieta,
cuál debería ser su palabra de ataque. Porque los volúmenes se alzaban ante
ella, sobresalían, sentía su presión en los ojos. Luego, como si ya hubiera
segregado espontáneamente la sustancia necesaria para lubrificar sus
facultadas, empezó, insegura, a mojar el pincel entre los azules y los ámbares,
moviéndolo de aquí para allá, aunque ahora el trabajo resultaba más pesado y
avanzaba más despacio, como si se acompasara con algún ritmo que Lily recibía al
dictado (seguía contemplando el seto y el lienzo) de las cosas que veía, por lo
que, si bien su mano se estremecía de vida, aquel ritmo era lo bastante
constante fuerte para arrastrarla con él en su corriente. Y al mismo tiempo que
perdía conciencia de las cosas exteriores, así como de su nombre, su
personalidad, y su aspecto, y de si el señor Carmichael estaba o no allí, su
mente seguía arrojando a la superficie, desde lo más profundo, escenas,
nombres, frases, recuerdos e ideas, como una fuente arroja líquido, sobre aquel
resplandeciente espacio blanco, espantosamente difícil, mientras ella lo
moldeaba con verdes y azules.
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