Lo he sacado de Análisis digital y creo que merece la pena. Es claro y no ataca a nadie, solo expone:
Jaime Rodríguez-Arana.Catedrático de Derecho Administrativo. Vivimos en un tiempo en el que ciertamente no está de moda expresar las convicciones que uno pueda tener, especialmente si con tales afirmaciones se ponen en cuestión algunas de las más acrisoladas afirmaciones de la nueva ortodoxia cívica. Es más, en nombre de la dictadura de lo políticamente correcto, si uno se atreve a opinar en contra de lo que la tecnoestructura ha definido como conveniente, adecuado o eficaz, corre serios peligros de ser etiquetado como peligro social, y en muchas ocasiones puede ser expulsado del sistema. Incluso algunos paladines de esta nueva forma de pensamiento único se han atrevido a proponer la exclusión de la vida política a quienes se salgan del carril de lo conveniente, de lo adecuado.
En términos generales, la desproporción reinante entre lo que se proclama, lo que se afirma y la realidad de las cosas, tal y como son, manifiesta una cierta esquizofrenia que, en mi opinión, no es más que la constatación del miedo a la verdad, del miedo a la razón y, sobre todo, del miedo a la libertad.
Por ejemplo, si uno afirma el derecho a la vida como derecho incondicional, siguiendo la tesis del profesor alemán Kriele, será tachado de intolerante. Si se le ocurre decir que el matrimonio es una institución configurada a lo largo de la historia con una determinada caracterización bien conocida por todos, será calificado de discriminador. Hasta si uno osa afirmar que la estabilidad del matrimonio es una condición para el equilibrio y la armonía social, enseguida habrá quien le diga que es un reaccionario. Y, en el colmo del disparate, quien entienda que los hijos son un bien social y, por tanto, una cuestión de interés general, puede encontrarse de inmediato convertido en un fascista o autoritario.
En mi opinión, lo que pasa es que hemos canonizado la tolerancia, convirtiéndola no en medio sino en fin, y cuando esto ocurre, resulta que el respeto a otras opiniones o convicciones se convierte, como ha señalado Spaeman, un destacado filósofo germano, en no tener convicciones que hagan posible considerar equivocadas las opuestas. Y, por lo tanto, prohibidas las convicciones; pero sólo para algunos, porque está regla es una convicción también que, además de contravenir la argumentación, coloca a quienes la formulan en una posición de supremacía injustificable en una democracia.
Spaeman ha señalado recientemente que esta perspectiva de la tolerancia, que arrasa la dignidad del ser humano en cuanto que portador de derechos y libertades, trae consigo un dogmatismo intolerante del relativismo como cosmovisión predominante que convierte a la persona en sujeto disponible para cualquier tipo de imposición colectiva. Las convicciones no son posibles, salvo la única tolerable: que no puede haber convicciones. Y no puede haber convicciones o verdades, digámoslo claro, porque entonces se desvanecería el colosal imperio montado sobre la tolerancia del que no pocos viven opíparamente.
Así las cosas, es menester levantar la voz para que se facilite el derecho a tener y expresar pacíficamente convicciones que, obviamente, estarán o no de acuerdo con una determinada manera de entender la vida, pero que si no atentan precisamente contra la dignidad del ser humana, son legítimas. Aunque gusten a muchos o a pocos, eso es lo de menos. Lo decisivo es que la libertad de pensamiento se pueda expresar, valga la redundancia, con libertad. En el fondo, parece que preferimos los valores a los derechos fundamentales de la persona. Unos derechos fundamentales que como expresión y derivación de la dignidad del ser humano, no pueden lesionarse en su contenido esencial, que es el que los hace recognoscibles como tales. En cambio, los valores son conceptos más propicios a la subjetivación y, sobre todo, a una tarea de ponderación y contraste. Los valores pueden seleccionarse, pueden ser objeto de mercadeo, de transacción. Algo que es impensable con el derecho a la vida y con la libertad o la igualdad. Por eso hay tanto miedo a la fuerza y a la potencia de la dignidad del ser humano ínsita en el corazón y en el alma de los derechos fundamentales de las personas. Los valores se ponderan, se elige entre ellos. En cambio los derechos fundamentales de la persona son incondicionales.
Si los derechos fundamentales se concibieran de esta manera no perderían, como hasta ahora, los débiles: los que ni siquiera tiene todavía voz, los que están a punto de dejar de ser o los que son de manera limitada. Tampoco sufrirían tantos castigos y flagelos los más desamparados y los más desfavorecidos. Incluso la democracia actual dejaría de ser ese sistema dominado por una minoría que busca denodadamente, a través de las más arteras técnicas de manipulación, hacer creer al pueblo que gobierna para el interés general. Un interés general, por cierto, nunca tan susceptible de privatización como en este tiempo de lacerante crisis para las mayorías y de éxito sin precedentes para esas minorías que imponen la tolerancia de la que obtienen tan pingües beneficios. Un interés general que se despacha habitualmente sin apelación ala razón porque se piensa que su presupuesto es la fuerza de los votos.
Sí, vivimos en una democracia, pero en una democracia que debe fomentar más la libertad de las personas, que debe facilitar más la participación libre. Estamos en una democracia que debe colocar, sin prejuicios, a la persona en el centro y pensar en cómo educar mejor a los niños y propiciar un espacio público más abierto, más libre, más plural, en el que quepan todas las opciones legítimas, que son muchas y muy variadas.
Si no cambiamos el rumbo de las cosas, seguiremos instalados en ese rancio relativismo del prohibido prohibir, en ese ambiente camaleónico que prima el todo vale, y en ese sutil vaciamiento de los más elementales aspectos que configuran la centralidad de la condición humana. Mientras sigamos anclados en este ambiente, la minoría rectora que impone esa peculiar tolerancia y ese singular pluralismo seguirá dictando lo conveniente y eficaz, no lo olvidemos, para sus intereses, tantas veces expresados en formas de dígitos de muchas unidades, decenas, centenas, millares….